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#ElEstante: Matrix Resurrecciones

 

Por Jorge Alonso Espíritu

 

En 1999, a punto de finalizar el segundo milenio, durante los años que despuntaba la revolución informática que nos trajo a lo que somos ahora, dos casi nóveles directores de cine sorprendieron al mundo -y a sus propios productores- al estremecer las salas con una fantasía steampunk que llevaba por nombre Matrix. Se trataba de una pieza de poco más de dos horas de metraje que resultaban pequeñas por la habilidad con que introducían a la audiencia en un mundo donde los videojuegos, la ciencia ficción, la moda y las preguntas más elementales de la filosofía convivían.

 

Un programador informático, Neo, recibe una inesperada invitación a conocer la realidad a través de una pastilla roja que libera su mente y le muestra que el mundo es una programación artificial que suple la vida real, lugar sombrío, destruído por los propios humanos que sin embargo siguen en resistencia a la espera del Elegido que los libere.

 

¿Y si el mundo que conocemos y damos por hecho no es real? Y, ¿quiénes somos nosotros? ¿Los hijos de algún dios? ¿Homínidos que evolucionaron en un largo proceso o meras simulaciones? Aunque las cuestiones ya estaban en el pensamiento desde los filósofos presocráticos, estas adquirían nuevos matices en la era de la cibernética y la posmodernidad. Resulta claro, a posteriori, que esas preguntas sobre la identidad humana fueran, también, preguntas sobre la identidad sexual y de género: los hermanos Wachowski, creadores y directores de Matrix, vivirían su transición durante los años siguientes hacia identidades trans: Lana y Lily Wachowski.

 

Sin embargo, luego de insertarse en la cultura popular con Matrix, el aluvión de ideas, creencias y dudas se estrelló en dos secuelas deformes que tiraron abajo el mundo que construyeron con la primera incursión en su distopía. 

 

Es así que, de forma sorpresiva, pero no tanto, Lana Wachowski regresa más de 10 años después de la primera cinta con una cuarta parte que nadie pidió y que adolece de la falta de solidez que sus antepasadas ya mostraban a los espectadores. Esta vez Neo, quien pensábamos muerto, es un programador de videojuegos que vive del éxito de su mejor creación: las tres partes de Matrix, y es presionado por Warner Bros para realizar la cuarta parte. Este chiste autorreferencial establece el tono de la película: una broma con destellos de brillantez en la que sin embargo, todo es confuso. 

 

Es difícil entender cuál era el sentido de esta secuela. O tal vez sea bastante fácil, pero desagradable. El caso es que poco se puede sacar de ella: una invitación a visitar la primera Matrix; y tal vez la certeza de que, a pesar del paso de los años y la tecnología, seguimos sin tener certezas.

 

 

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